Cuaresma y desierto
Reflexión de Fray Felipe Ortuno O. de M. para la Cuaresma.
Se equivoca quien piense que el desierto sólo es un espacio inhóspito. Es mucho más. Es lugar geográfico y psicológico, tiempo necesario y vida misma: símbolo y realidad que acompaña lo propio del hombre.Es el terreno donde se contrastan las verdades, el ring de lucha donde se acrisola el ser que somos, la imprescindible prueba que nos lleva hacia dónde queremos. Si no has pasado por el desierto, no eres nadie. Necesitas de ese lugar para afrontar lo que eres y considerar aquello que verdaderamente quieres llegar a ser.Desierto es vida y muerte, lugar de purificación y zona de lucha. Yo diría que es (en términos automovilísticos) el Dakar del espíritu. Ahí hay combate y tentación, disputa y pérdida, donde la avería de tu yo se enfrenta con la soledad y la miseria.
Para Jesús de Nazaret, por ejemplo, fue el prólogo de su misión hasta la cruz. Diría más: prólogo y leitmotiv de toda su vida. Cuando te encuentras en un lugar donde no hay asideros, te obligas a la sinceridad contigo mismo. Cuando los adornos desaparecen y la vestimenta no puede tapar las mentiras, surge la carne, la endeble piel que nos ampara. Es el momento de raspar el barniz, arrancar la costra que nos ciega, quedar al albur de la intemperie, en la nada que nos define y en la dura aceptación de lo que somos. El desierto, como escuela de autenticidad, obliga a la sinceridad contigo mismo. No cabe la ficción. El yo no acepta otro nombre que no sea el tuyo ni obras que no sean las que tu hayas hecho. No cabe el fingimiento. Detrás de las escabrosas piedras, en la dureza del terreno vital, las futilidades no sirven de nada, lo accesorio se aparta y toma protagonismo lo realmente esencial. Las cosas se vuelven inservibles y sólo se busca la fuente que sustenta.
Por eso es imprescindible el desierto, lugar de contraste y tentación, donde el desasimiento personal se encuentra con el yo mismo del atleta que sufre el camino en lucha denodada por llegar a la meta. Entonces se impone la disciplina y el arresto, la ascesis que no escatima renuncias con tal de tener éxito. Lo explica el refranero: ‘la adversidad es la piedra de toque de la virtud’ ¡Cuánta sabiduría!
Entiendo que el camino cristiano ha de pasar por el desierto, por las necesarias laceraciones que conlleve, con tal de tener algún sentido. No basta con el ejercicio del Viacrucis, como piadosa excursión penitencial, es preciso el sendero encarnado de la cruz, el atajo que llega a tu casa, la necesidad del vecino, la alteridad del hermano, la enfermedad del postrado o la realidad de la impotencia, que es cuando aparece la tentación de optar por otro camino más llevadero. Ahí te quiero ver, en el desierto de las encarnaciones cotidianas: donde el hambre y la sed tienen ojos verdaderos, donde el frío y la fatiga son los hachones que iluminan el paso, donde el éxito se convierte en fracaso y la soledad se vuelve incomprensible y provocativa ¿Serías capaz de soportar ese desierto: hermano gemelo del que todos los hombres padecemos? Es el desierto al que se refiere la Escritura: compendio de la humanidad, clave desde donde interpretar la vida y, por supuesto, lugar imprescindible para encontrarse con Dios.
Entrar en la Cuaresma es caer en la cuenta de la opción que se toma, la realidad a la que estamos llamados o las tentaciones que debemos superar. La cuaresma es el desierto-éxodo imprescindible para buscar la verdad. Aquí se choca con la tentación ideológica. La misma que rodeó a Jesús y que se reedita cada vez que cuestionamos la posibilidad de una vida sin dolor: ¿Es que a Dios no se le puede ocurrir un camino, para mejorar el mundo, que no pase por la muerte y el padecimiento? ¿Sólo el sudor y la sangre han de ser salvadores?
Decía Fulton Sheen (arzobispo y predicador estadounidense) que Satanás es muy inteligente al proponer a Cristo tres atajos para no pasar por la cruz: pensar que existe otro camino, suponer que las cosas se consiguen sin esfuerzo y triunfalismo. En definitiva, ser seducidos por el atajo de lo fácil sin necesidad de tanto sacrificio.
Hoy, como entonces, la comunidad cristiana tiene que volverse a confrontar con la página del desierto, con la prueba de la actualidad y verificar su resistencia con las solicitudes tentadoras de lo fácil. La excesiva contemporización nos está desviando del camino del Calvario. Es tiempo de desierto -contraste ante la tentación- y momento adecuado para trazar la difícil trayectoria del proyecto de Dios. Hacerse la ilusión de que existe salvación sin sacrificio es haber entrado en el camino de la puerta ancha, de la facilonería recalcitrante y de la perdición de lo esencial. Hoy, como antaño, estamos llamados a romper la mediocridad reinante, la contemporización con los valores trastornados y la falsa paz del cementerio espiritual al que nos tiene sometido el presente. El dinero no puede comprar el pan del esfuerzo ni las ideologías políticas pueden acallar la lucha que cualquier cristiano libre ha de tener por la justicia y la búsqueda de la verdad. Los cristianos, en el desierto del discernimiento, no pueden claudicar a la compra de sus ideas, al seguidismo ideológico ni al fijismo dogmático de nada ni nadie; ni siquiera a las sugestiones del espectáculo religioso que no contenga compromiso.
¿Qué nos enseña el desierto? A no olvidarnos de los medios débiles de Cristo; que no hay más camino, aunque exista, que el del sacrificio; que basta la gracia y la fe que radica en la debilidad y no en la fuerza; que en ese terreno inhóspito han tenido lugar las mayores manifestaciones del amor de Dios a su pueblo; que en el corazón humano de la vulnerabilidad se da la revelación divina; que donde nace la sed surge a la par la fuente que la calma; que en el desamparo radical aparece el delicado poder que te protege; que en la desnudez se teje la gracia y se fortalece la humanidad; que en la aridez despoblada sólo una cosa es necesario para calmar el hambre de Dios; que en el desabrigo de la prueba se acrisolan las armas que te acompañan; que en la soledad de las gentes te encuentras con la compañía de Dios; que el desierto quita tanto como provee; que desarma la palabra y deja hablar el silencio; que ciega e ilumina; que aturde y orienta; que mata y renueva; que te arranca tu feracidad y te injerta, sin embargo, en la verdadera tierra desolada; que te humilla y te ensalza en la cruz de quien antes pasó por ella. Hoy comienza el desierto de la cuaresma que salva, de la tradición que sostiene la semilla de una posible restauración.
«La voy a llevar al desierto, /y allí le hablaré al corazón…/y allí ella me responderá/ como en los días de su juventud.» (Oseas 2,16.18). Tal vez. Qui lo sa.
Imagen de freepik