Mensaje para la Solemnidad de Corpus Christi – Día de Caridad
La solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, el Corpus Christi, nos convoca para celebrar el amor infinito de Dios por nosotros por el que Jesús en la Última Cena instituyó la Eucaristía. La Iglesia revive el misterio del Jueves Santo a la luz de la Resurrección. Este Misterio se presenta para la adoración agradecida y la meditación del Pueblo de Dios que se alegra de llevar en procesión al Santísimo Sacramento por las calles de la ciudad, para manifestar que Cristo resucitado camina en medio de nosotros y nos guía hacia el reino de los cielos.
Contemplar la Eucaristía, sin embargo, nos presenta un desafío permanente porque el amor de Cristo, que está destinado a todos, ha convertido el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo con el fin de transformar nuestra vida e inaugurar la transformación del mundo. La Eucaristía es alimento de vida eterna, Pan de vida, como fruto de la entrega del Señor, un Amor divino más fuerte que la muerte, que lo hizo resucitar de entre los muertos. La Eucaristía nos recuerda, por tanto, la primacía de Dios que nos llama a vivir la caridad, al amor a nuestros hermanos. Todo viene, por tanto, del Amor de Dios que nos ofrece entrar en profunda comunión con El, que no sólo nos une a su persona, sino también a los hermanos, cercanos y lejanos.
Quien reconoce a Jesús en la Hostia santa, ha de reconocerlo también en el hermano que sufre, en el enfermo, emigrante, encarcelado o desvalido, y se comprometerá con cada persona necesitada de forma concreta. Del don de amor de Cristo proviene, por tanto, nuestra responsabilidad especial de cristianos en la construcción de una sociedad solidaria, justa y fraterna. El día del Corpus, Día de la Caridad, nos invita a entrar en este misterio de amor que –como nos recuerda Cáritas— abre nuestros ojos “al sufrimiento de nuestros hermanos más pobres, a escuchar sus clamores y a dejarse tocar el corazón para ser oportunidad y esperanza para todos ellos” (Mensaje de los obispos. Subcomisión Acción Caritativa y Social).
En el sacramento de la Eucaristía el Señor se encuentra siempre en camino hacia el mundo. Mediante el pan y el vino consagrados, en los que está realmente presente su Cuerpo y su Sangre, Cristo nos transforma, asimilándonos a Él: nos implica en su obra de redención, haciéndonos capaces, por la gracia del Espíritu Santo, de vivir según su misma lógica de entrega, como granos de trigo unidos a Él y en Él. Por eso llevamos a Cristo-Eucaristía gozosamente por las calles de nuestra ciudad, porque ponemos ante sus ojos los sufrimientos de los enfermos, la soledad de los jóvenes y de los ancianos, las tentaciones, los miedos, y toda nuestra vida.
Celebrar el Corpus nos ayuda a redescubrir que adorar a Dios nos libera del yo egoísta y nos devuelve la dignidad de hijos, nos hace reafirmar abiertamente nuestra fe en Jesucristo vivo realmente presente entre nosotros. ¡Cuánto bien nos hace la adoración habitual ante el Santísimo en nuestras parroquias y oratorios, fuente inagotable de santidad! ¡Cuánto consuelo en los coloquios con Jesús ante el sagrario! ¡Qué fuerza tan grande de intercesión la de los adoradores eucarísticos!
Miles de niños han celebrado su primera comunión recientemente y muchos más en los años anteriores. Su amistad con Cristo –como también nos sucede a nosotros más mayores—, dependerá de que el Cuerpo de Cristo sea su alimento cotidiano, esto es, de la participación dominical en la Eucaristía y de la incidencia en su vida, porque en la Eucaristía constatamos de modo eminente que Jesús es contemporáneo nuestro, que está siempre a nuestro lado, que nos alimenta a diario y nos fortalece. La Iglesia, comunidad de los discípulos, hace memoria de su muerte y resurrección en la Eucaristía y en ella el poder del Espíritu Santo nos da esa libertad que Él mismo demostró tener siempre, una libertad soberana, reflejo de la libertad de Dios, la que sigue promoviendo para el mundo a través de la Iglesia, a pesar de todas sus contradicciones. Por Él tenemos esperanza y conocemos el fin de nuestro camino en la tierra, lo que nos hace protagonistas de la historia. El Corpus, en realidad, es una gracia. En el celebramos mucho, estrechamos vínculos con Dios y con los demás, nos alimentamos con el Pan bajado del Cielo y, por la fuerza del sacrificio de Cristo, nos hacemos pan partido para el mundo. “Cantemos –pues— al Amor de los amores, adoremos a Cristo Redentor”.